martes, 1 de septiembre de 2015

Amanece - Prólogo

Rodó sobre la cama sin ganas, con el peso del sueño detrás de los parpados y la luz del sol quemándole pese a tener los ojos cerrados. Sintió el cansancio en cada célula del cuerpo y el olor de la sangre y el sudor impregnó su nariz en cuanto acercó su brazo a su rostro. Abrió los ojos por fin, de pronto, como el espasmo de quien despierta sobresaltado; escondidos estos en la almohada con olor a sudor y cigarrillos, y la primera imagen que tuvo de su habitación fue del buró con  el frasco de las pastillas abierto, el reloj sin alarma y la ropa sucia en la única silla del lugar. Su mirada borrosa se fue centrando y pronto los colores del cuarto brillaron con los rayos del sol que entraban a su espalda. Las manchas y los tonos grises deslucidos del tiempo, la madera ya casi arruinada del suelo, con ese tono café podrido y la cascarilla de pintura en el suelo.

Se sentó lentamente, rodando el cuerpo en la cama en completa desorientación hasta que pudo apoyarse en uno de sus brazos y restregarse el rostro fatigado con el otro, porque nunca lo hacía con las manos, con las uñas. El olor a sangre lo impregnaba todo y por un segundo tuvo miedo de ver a su alrededor, de ver las sábanas sucias impregnadas de aquel líquido carmesí.  Pero lo hizo, como si nada pasara, descendió los ojos rojos a su ropa de cama y un segundo después, estaba respirando profundamente, simulando ante el vacío cuarto que nada había sucedido, que nada le había preocupado. Las manchas eran pequeñas gotas, eran el camino fatigado que lo había llevado de vuelta a su cama arrastrando los pies. Pero no había nada más. No era una de esas noches. 

Una ola de tranquilidad viajó hasta su estómago y lo asentó ligeramente. Ahora estaba bien despierto. Se orilló y apartó las sábanas de su cuerpo. El aire fresco que entró del exterior lo ayudó a despejarse y entonces se estiró, lo que trajo de pronto que el repentino asentamiento de su estómago desapareciera casi por completo. Una ola de mareo envolvió su cabeza y bajó hasta taladrar la boca de su estómago. Pisó con sus pies desnudos lo que esperaba fuera el suelo, pero, por el contrario, se convirtió en algo pastoso y con pelo; una sensación suave, característica del pelaje animal, subió por los dedos de sus pies. Antes de pensarlo se inclinó adelante y encontró el cadáver de una criatura silvestre que no pudo identificar en un principio. Las vísceras estaban mordisqueadas, a medio comer y  el cadáver ya había hecho una mancha marrón en el suelo que aún estaba húmeda. Un acceso de vómito recorrió su laringe con violencia y pegando un brinco corrió al baño rápidamente. Tuvo suerte de que estuviera cerca.

No hizo falta que su mente trabajara en lo que había sucedido horas antes. El contenido de su estómago fue suficiente para que, de haber una duda, esta quedara resuelta. Vio con claridad las tripas y la carne mal digerida y sus nauseas aumentaron, pero lo que salió enseguida fue solo el líquido amarillento de la bilis, que le dejó un regusto amargo y desagradable en la boca. Su cuerpo quedó vacío de cualquier sustancia extra pero las náuseas persistieron. Escupió en el inodoro antes de tirar de la palanca y se enderezó, presionando sus ojos con su antebrazo fuertemente. Las lágrimas de las arcadas cosquillearon en sus mejillas, pero las aplacó rápidamente antes de que descendieran a su boca. Caminó al lavabo y se inclinó, lavándose la boca hasta que la sensación desagradable pareció desaparecer. Las náuseas no parecían querer marcharse pero las controló, pasándolas a la parte posterior de su cerebro, tratando de ignorarlas. 

Apartó la boca de la llave del agua del lavabo y de pronto se encontró mirando aquel rostro desconocido que siempre le había pertenecido. El pelo enmarañado y descuidado caía sobre sus ojos y cubría sus sienes rozando sus mejillas. Era un desastre de cabello ondulado, ensortijado, alborotado y con algunas zonas cubiertas de cierta sustancia que mantenía los mechones duros, pegados los cabellos entre sí y apretados fuertemente. Debajo de unas cejas oscuras y desiguales, tupidas en unas partes pero cortadas por cicatrices en otras, estaban los ojos más hundidos y cansados que había visto en su vida, los suyos propios. Los parpados se mantenían separados pese al cansancio y a la sombra de las pestañas oscuras estaban aquellas perlas violetas que rodeaban el circulo negro profundo de sus pupilas. Esos ojos que causaban más problemas de los que a cualquiera le gustaría sobrellevar. 

Se rascó la barbilla con el dorso de la mano derecha, allí donde lo vellos del rostro comenzaban a formar un nido incipiente que deseaba ser barba próximamente. Sus nudillos rozaron la parte baja del mentón que quedaba escondido por el hueso de la mandíbula, en la papada, y en su mente se formó el recuerdo de una cicatriz más que ahora sólo era una línea blanca que poco a poco se iba desvaneciendo. La diferencia era perceptible en su mente, pero no en el pliegue liso de la epidermis. Recordaba cómo se había hecho la mayoría de las cicatrices, algunas escondidas en la niebla del alcohol, otras a la niebla de la ira, y otras más causadas por el alcohol alimentando la ira, y las que no recordaba con la suficiente viveza a veces daban un flash en su mente provocado por el dolor que le habían causado al ser creadas. 

Levantó la mirada de su barbilla reflejada en el espejo y se miró así mismo, a su imagen en el espejo y los ojos hundidos que le regresaron la mirada con fastidio, harto de levantarse entre aquella mugre. Podía ver el límite de su vida en cada bastón de color, en cada línea del iris como flechas que pretendían obligarlo a seguir una maquiavélica ruta hacía un destino pero que no le daban un sentido real a la dirección que supuestamente tomaría. No había izquierda y derecha en su día a día, únicamente el mismo viaje que llevaba años recorriendo. De pronto brotó el fastidio de su ceño y se apartó del espejo y salió del baño. No había mucho que limpiar está vez, no había mucho que hacer antes de lanzarse a las calles nuevamente a perderse en atajos que sólo él conocía. No había sido una de esas noches. Había tenido suerte. Y ni siquiera pensaba en sí mismo. 

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